Relato: Prague
Hoy es el cumpleaños de mi hijo Eneko, cumple 17, es algo mágico el paso del tiempo. No me parece la misma persona que aquella a la que acunaba por las noches y me leía sus redacciones del colegio. Parece una persona completa, que se vale de si mismo para sobrevivir, esta a punto de llegar a la madurez, lo noto en la forma de sostenerme su mirada en cualquier discusión, en su proteccionismo hacia su hermana y en como no teme e incluso busca el enfrentamiento conmigo.
Según las teorías psicológicas froidianas siente aborrecimiento por mi debido a que mantengo relaciones con su madre. Lo que no sabe es que esas relaciones quedaron muy atrás, y el corrosivo paso del tiempo han hecho que mi esposa forme parte cotidiana de mi vida como lo es el desayuno o ir al cine.
Claudia es diferente, me impulsa a vivir. La ternura con la que acaricia mi cara en el sillón y la ilusión con la que devora cualquier cosa que yo escribo como si fuera el mejor escritor del mundo, hacen que entre padre e hija exista un nexo mas profundo que el de un cromosoma X.
La miro y la deseo, deseo todo lo ella transmite. Sus ansias de vivir, la ilusión desbordada hacia cualquier cosa. Una segunda oportunidad de trascender en la vida.
Esta mañana de sábado les llevo a los dos a la revisión anual de los ojos, siempre les llevo a la clínica ‘Pragha’, simplemente porque me gusta el nombre y porque ese nombre me recuerda muchas cosas que quedaron dentro de mi, en el pasado. Desde el momento en el que vi la clínica hace 15 años, cuando nos trasladamos a vivir a Almería he acudido regularmente cada año, se ha creado un vinculo con la propietaria, ‘La Doña’ que hace las veces de madre, como si mis hijos le importasen más de lo que una tarjeta de cliente implica.
Al pasar a la clínica, claudia insiste en que después de la revisión debemos ir a la librería de la calle de al lado. En el pueblo donde vivimos no hay librerías con lo que siempre aprovechamos para comprar provisiones de libros que tragamos y luego discutimos entre los dos.
También Eneko me recuerda que el quiere el ultimo juego para su consola. Pero esta vez les presto a los dos menos atención de la acostumbrada. Un aire extraño me dice que ‘La Doña’ no va a aparecer detrás del mostrador. De hecho ni tan si quiera es el mismo mostrador de siempre.
En unos segundos entra en la sala de espera una mujer a la que con solo mirarla y a pesar del tiempo que ha pasado reconozco casi instantáneamente. Ansío oirla hablar para reconocer la voz que susurraba en otro tiempo mi oído para resolver el único atisbo de duda que el tiempo me ha creado.
Desinteresadamente lee las tarjetas de clientes de mis dos hijos sin levantar los ojos de sus hojas escritas a mano, y sin duda es ella, parece que sobre la cara que yo conocía han puesto una mascara de carne para intentar confundir a quien la beso antes. Hice un esfuerzo de abstracción e intenté imaginarme su cuerpo, tal y como era en su juventud, superpuesto al actual y su porte era el mismo. Tenía esa caída de hombros característica y sus pies apuntaban a ambos lados y no al frente.
Al cruzar con ella una mirada no pudo engañarme y vi en sus ojos quién era ella. Desapareció ante mi la mujer de 50 años con cara arrugada y tez amarillenta por el consumo abusivo de tabaco y emergió la joven cómplice que habitaba en mi recuerdo.
Ella no se sorprendió ni un ápice al cruzar su mirada con la mía, pasé desapercibido frente a su mirada lisonjera acostumbrada a cientos de clientes que revisaban sus ojos día tras día. Y me indicó con una leve mueca forzada disfrazada de sonrisa que entrase a la cabina para comenzar la consulta.
El halo del recuerdo se vio roto cuando Eneko preguntó con tono de irreverente quién era aquella mujer y donde estaba ‘La doña’. Para Eneko ‘La doña’ significaba los caramelos de limón que le encantaban y dejaba entrever que aún no había saciado su capricho infantil, demostrando que no era tan maduro como él intentaba aparentar.
La mujer explicó que ‘La doña’ había fallecido y que su familia había optado por vender la óptica al mejor postor con toda la cartera de clientes que ‘La doña’ había adquirido durante años, entre ellos nosotros.
La mirada de Claudia me inspiró ternura, la habitual. En nuestras charlas la negación por parte de Claudia de la muerte, sobretodo la mía era una constante. No podía aceptar ningún tipo de muerte, de nadie ni de nada en absoluto, y esta vez le tocaba de refilón. Lo dejo ver en su caída de ojos al oír lo que decía la nueva dueña de la clínica.
La consulta no tuvo nada de extraño, primero entro Claudia y luego Eneko, a los dos les hizo las pruebas habituales. Mientras esperábamos a que terminase la consulta de Eneko, Claudia me dijo lo simpática que había sido la mujer con ella. Me hizo gracia ver lo rápido que olvidaba mi niña a ‘La doña’ y pensé con satisfacción en que mi muerte dejaría sin duda más huella en ella.
----------------oOo----------------
Cuando terminaron los dos, la óptica me preguntó si yo no iba a realizar la consulta, ya hacía más de tres años que no me revisaba los ojos. Yo sé lo que les pasa a mi ojos, no necesito revisarlos contesté. No sé si por miedo a quedarme solo con ella y que no me reconociera o porque ella misma me lo explicó hacía ya mucho tiempo. Pero claudia ejerciendo de hija insistió en que entrase y la mujer con una sonrisa le dijo que podía acompañarme por si sentía miedo.
Al sentarme en el sillón rodeado de todos aquellos aparatos ella se acerco con una luz que ilumino mi defectuosa pupila y a diez centímetros de mi puede sentir el olor de un pasado que era totalmente reconocible y que dejaba fluir parte de mi juventud por mi cabeza. Toda la consulta sucedió en décimas de segundo entre un martilleante -mejor, peor, igual- Letras difusas, letras claras y ver el pálpito de su aorta, que hace lo que parecen siglos, no podía dejar de besar. Cuando mi cerebro dejo de segregar endorfinas y volvió a su estado de letargo, estábamos en el mostrador de la entrada. Volvió a revisar los datos de mis hijos -nombre calle edad- Mi cabeza había mutado a desesperación, ya no recordaba el pasado, ya no veía su cuello ni su pecho. Sólo la miraba a los ojos buscando que recordase todo lo que había sido yo para ella, que quitase la capa arrugada de mi piel y me viese desnudo como tantas veces habíamos estado el uno frente al otro, recorriéndonos lentamente para conocer cada recoveco de nuestros cuerpos.
Pero no hubo nada, ni un gesto. Acabó el usual tratamiento a clientes con una sonrisa forzada, ni tan si quiera pude sentir el leve estrechar de manos que me dedicó antes de despedirnos. Nos recordó la fecha de la siguiente consulta antes de marcharnos de allí.
La puerta sonó al cerrar y con ello indicó que todo había terminado. Había sentido otra vez algo que rememoraba otros tiempos, una fuerte ilusión que no sentía en muchos años, pero se había acabado y había dejado sus secuelas, como la subida de adrenalina después de la montaña rusa y la consiguiente flojera en tus piernas cuando bajas de los vagones.
Cruzamos dos calles antes de llegar a la librería mientras Eneko iba a comprar su juego. No puede evitar comprar La broma y Rayuela como un guiño a lo que me acababa de suceder, eran los libros que más nos gustaban a los dos en nuestra juventud. Cada uno defendía su preferido como un hincha a su equipo de futbol. Yo me inclinaba por Rayuela mientras ella siempre prefería cualquiera de Kudera. Así provoqué la unión entre América y Europa en una bolsa de plástico. Me hacía gracia el mero hecho de pensar en oír a kundera y a Cortazar el uno pegado al otro hablándose al oído en el asiento trasero de mi coche.
En el momento en el que salimos de la tienda lo vi todo claro, un cartel en la fachada de una pequeña casa blanca con un jardín lleno de plantas y dos perros de raza boxer que miraban con un aire pensativo a los viandantes a través de la verja. Supe instantáneamente que esa era su casa y recordé como ella había pedido los datos de mis dos hijos pero en el momento de escribir los míos no había dudado ni un instante en mi nombre, mi edad y mis apellidos, los escribió de carrerilla. Sabía que iba a pasar por esa librería y que vería su casa y que esa casa me lo diría todo de ella.
No me había percatado de ese detalle hasta que vi el cartel de su casa y tenía un deseo irrefrenable de volver sobre mis pasos para poder decirle que sabía quien era ella y que ella sabía quien era yo y preguntarle por qué no me había dicho nada; pero no lo hice. Sólo pensé en que había conseguido, a pesar de que le había costado mucho tiempo, vivir como ella quería. Durante nuestros encuentros, en aquellos años, me repetía una y otra vez que algún día viviría en este lugar, en una casa como esa, con el mismo cartel y con dos perros iguales a estos.
Sabía que al fin era feliz, ese fue siempre mi objetivo, algo que frustró parte de mi vida por no haberlo llegado a conseguir, todo lo demás que nos hubiéramos contado no habría tenido importancia, por eso no debía volver.
Mantuve aquel momento dejando de respirar diez segundos, con una sonrisa intentando aferrarme a ese instante, para que me calase hondo porque era uno de los momentos más felices de mi vida, Claudia me dijo -nos vamos. Y yo le conteste -nos vamos hija. Le dediqué un beso y continué mi camino.
Según las teorías psicológicas froidianas siente aborrecimiento por mi debido a que mantengo relaciones con su madre. Lo que no sabe es que esas relaciones quedaron muy atrás, y el corrosivo paso del tiempo han hecho que mi esposa forme parte cotidiana de mi vida como lo es el desayuno o ir al cine.
Claudia es diferente, me impulsa a vivir. La ternura con la que acaricia mi cara en el sillón y la ilusión con la que devora cualquier cosa que yo escribo como si fuera el mejor escritor del mundo, hacen que entre padre e hija exista un nexo mas profundo que el de un cromosoma X.
La miro y la deseo, deseo todo lo ella transmite. Sus ansias de vivir, la ilusión desbordada hacia cualquier cosa. Una segunda oportunidad de trascender en la vida.
Esta mañana de sábado les llevo a los dos a la revisión anual de los ojos, siempre les llevo a la clínica ‘Pragha’, simplemente porque me gusta el nombre y porque ese nombre me recuerda muchas cosas que quedaron dentro de mi, en el pasado. Desde el momento en el que vi la clínica hace 15 años, cuando nos trasladamos a vivir a Almería he acudido regularmente cada año, se ha creado un vinculo con la propietaria, ‘La Doña’ que hace las veces de madre, como si mis hijos le importasen más de lo que una tarjeta de cliente implica.
Al pasar a la clínica, claudia insiste en que después de la revisión debemos ir a la librería de la calle de al lado. En el pueblo donde vivimos no hay librerías con lo que siempre aprovechamos para comprar provisiones de libros que tragamos y luego discutimos entre los dos.
También Eneko me recuerda que el quiere el ultimo juego para su consola. Pero esta vez les presto a los dos menos atención de la acostumbrada. Un aire extraño me dice que ‘La Doña’ no va a aparecer detrás del mostrador. De hecho ni tan si quiera es el mismo mostrador de siempre.
En unos segundos entra en la sala de espera una mujer a la que con solo mirarla y a pesar del tiempo que ha pasado reconozco casi instantáneamente. Ansío oirla hablar para reconocer la voz que susurraba en otro tiempo mi oído para resolver el único atisbo de duda que el tiempo me ha creado.
Desinteresadamente lee las tarjetas de clientes de mis dos hijos sin levantar los ojos de sus hojas escritas a mano, y sin duda es ella, parece que sobre la cara que yo conocía han puesto una mascara de carne para intentar confundir a quien la beso antes. Hice un esfuerzo de abstracción e intenté imaginarme su cuerpo, tal y como era en su juventud, superpuesto al actual y su porte era el mismo. Tenía esa caída de hombros característica y sus pies apuntaban a ambos lados y no al frente.
Al cruzar con ella una mirada no pudo engañarme y vi en sus ojos quién era ella. Desapareció ante mi la mujer de 50 años con cara arrugada y tez amarillenta por el consumo abusivo de tabaco y emergió la joven cómplice que habitaba en mi recuerdo.
Ella no se sorprendió ni un ápice al cruzar su mirada con la mía, pasé desapercibido frente a su mirada lisonjera acostumbrada a cientos de clientes que revisaban sus ojos día tras día. Y me indicó con una leve mueca forzada disfrazada de sonrisa que entrase a la cabina para comenzar la consulta.
El halo del recuerdo se vio roto cuando Eneko preguntó con tono de irreverente quién era aquella mujer y donde estaba ‘La doña’. Para Eneko ‘La doña’ significaba los caramelos de limón que le encantaban y dejaba entrever que aún no había saciado su capricho infantil, demostrando que no era tan maduro como él intentaba aparentar.
La mujer explicó que ‘La doña’ había fallecido y que su familia había optado por vender la óptica al mejor postor con toda la cartera de clientes que ‘La doña’ había adquirido durante años, entre ellos nosotros.
La mirada de Claudia me inspiró ternura, la habitual. En nuestras charlas la negación por parte de Claudia de la muerte, sobretodo la mía era una constante. No podía aceptar ningún tipo de muerte, de nadie ni de nada en absoluto, y esta vez le tocaba de refilón. Lo dejo ver en su caída de ojos al oír lo que decía la nueva dueña de la clínica.
La consulta no tuvo nada de extraño, primero entro Claudia y luego Eneko, a los dos les hizo las pruebas habituales. Mientras esperábamos a que terminase la consulta de Eneko, Claudia me dijo lo simpática que había sido la mujer con ella. Me hizo gracia ver lo rápido que olvidaba mi niña a ‘La doña’ y pensé con satisfacción en que mi muerte dejaría sin duda más huella en ella.
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Cuando terminaron los dos, la óptica me preguntó si yo no iba a realizar la consulta, ya hacía más de tres años que no me revisaba los ojos. Yo sé lo que les pasa a mi ojos, no necesito revisarlos contesté. No sé si por miedo a quedarme solo con ella y que no me reconociera o porque ella misma me lo explicó hacía ya mucho tiempo. Pero claudia ejerciendo de hija insistió en que entrase y la mujer con una sonrisa le dijo que podía acompañarme por si sentía miedo.
Al sentarme en el sillón rodeado de todos aquellos aparatos ella se acerco con una luz que ilumino mi defectuosa pupila y a diez centímetros de mi puede sentir el olor de un pasado que era totalmente reconocible y que dejaba fluir parte de mi juventud por mi cabeza. Toda la consulta sucedió en décimas de segundo entre un martilleante -mejor, peor, igual- Letras difusas, letras claras y ver el pálpito de su aorta, que hace lo que parecen siglos, no podía dejar de besar. Cuando mi cerebro dejo de segregar endorfinas y volvió a su estado de letargo, estábamos en el mostrador de la entrada. Volvió a revisar los datos de mis hijos -nombre calle edad- Mi cabeza había mutado a desesperación, ya no recordaba el pasado, ya no veía su cuello ni su pecho. Sólo la miraba a los ojos buscando que recordase todo lo que había sido yo para ella, que quitase la capa arrugada de mi piel y me viese desnudo como tantas veces habíamos estado el uno frente al otro, recorriéndonos lentamente para conocer cada recoveco de nuestros cuerpos.
Pero no hubo nada, ni un gesto. Acabó el usual tratamiento a clientes con una sonrisa forzada, ni tan si quiera pude sentir el leve estrechar de manos que me dedicó antes de despedirnos. Nos recordó la fecha de la siguiente consulta antes de marcharnos de allí.
La puerta sonó al cerrar y con ello indicó que todo había terminado. Había sentido otra vez algo que rememoraba otros tiempos, una fuerte ilusión que no sentía en muchos años, pero se había acabado y había dejado sus secuelas, como la subida de adrenalina después de la montaña rusa y la consiguiente flojera en tus piernas cuando bajas de los vagones.
Cruzamos dos calles antes de llegar a la librería mientras Eneko iba a comprar su juego. No puede evitar comprar La broma y Rayuela como un guiño a lo que me acababa de suceder, eran los libros que más nos gustaban a los dos en nuestra juventud. Cada uno defendía su preferido como un hincha a su equipo de futbol. Yo me inclinaba por Rayuela mientras ella siempre prefería cualquiera de Kudera. Así provoqué la unión entre América y Europa en una bolsa de plástico. Me hacía gracia el mero hecho de pensar en oír a kundera y a Cortazar el uno pegado al otro hablándose al oído en el asiento trasero de mi coche.
En el momento en el que salimos de la tienda lo vi todo claro, un cartel en la fachada de una pequeña casa blanca con un jardín lleno de plantas y dos perros de raza boxer que miraban con un aire pensativo a los viandantes a través de la verja. Supe instantáneamente que esa era su casa y recordé como ella había pedido los datos de mis dos hijos pero en el momento de escribir los míos no había dudado ni un instante en mi nombre, mi edad y mis apellidos, los escribió de carrerilla. Sabía que iba a pasar por esa librería y que vería su casa y que esa casa me lo diría todo de ella.
No me había percatado de ese detalle hasta que vi el cartel de su casa y tenía un deseo irrefrenable de volver sobre mis pasos para poder decirle que sabía quien era ella y que ella sabía quien era yo y preguntarle por qué no me había dicho nada; pero no lo hice. Sólo pensé en que había conseguido, a pesar de que le había costado mucho tiempo, vivir como ella quería. Durante nuestros encuentros, en aquellos años, me repetía una y otra vez que algún día viviría en este lugar, en una casa como esa, con el mismo cartel y con dos perros iguales a estos.
Sabía que al fin era feliz, ese fue siempre mi objetivo, algo que frustró parte de mi vida por no haberlo llegado a conseguir, todo lo demás que nos hubiéramos contado no habría tenido importancia, por eso no debía volver.
Mantuve aquel momento dejando de respirar diez segundos, con una sonrisa intentando aferrarme a ese instante, para que me calase hondo porque era uno de los momentos más felices de mi vida, Claudia me dijo -nos vamos. Y yo le conteste -nos vamos hija. Le dediqué un beso y continué mi camino.